martes, 29 de marzo de 2011

viernes, 18 de marzo de 2011

Semana Corta

Nada es verdad ni es mentira, todo depende del cristal con que se mira

(W. Sakespeare)

Debería estar pensando en ti. Debería, en todo caso, estar leyendo alguno de los cinco libros que embarqué conmigo en este viaje… Hace tiempo que desterré los “debería” en mi agenda llena de huecos y a lápiz.

Lo cierto, lo real, es que estoy en esta suerte de zuloapartamento pensando en la futilidad de la vida. En un tumulto de imágenes postergadas de un hoy que ya es ayer. Incluye un viaje en autobús, una viejecita que me ofreció medio bocadillo por media sonrisa –la edad nos vuelve ecuánimes- unos recortables infantiles con la leyenda “tía te quiero mucho” (apenas me conocen y ni siquiera soy su tía), un par de conversaciones aburridas de adultos y las quejas de los mayores, a los que todo les duele y es mejor no preguntar.

Debería discernir lo que es real. Distinguir lo momentáneo en la coartada de un engaño a la rutina. El placebo del medicamento. Lo palpable del imaginario que puebla los días hábiles. Y después, debería olvidarlo. Mas el ensueño se torna en la única salida de emergencia. Luz verde sobre la puerta. Si el ayer es lo pasado y el mañana no existe, estoy en lo cierto y lo cierto son las figuritas de porcelana del todo a un euro y la lata de Mahou y el pitillo muerto.

Debería dejar de observar el vuelo de los aviones hacia el nido abierto y de bajar hasta el mar a mojarme los tobillos entre bolsas de plástico. Debería detener la mirada inquisidora y aceptar la verdad cruda y desnuda aunque no sepa de qué color es la de hoy ni si es fresca o de antesdeayer. Y en cualquier caso, un momento después, debería olvidarlo.

….

Me despierto a las ocho con el ratatá del martillo hidráulico y la luz feroz que entra ya a esta hora. Preparo un café frío -se impone la ley del esfuerzo mínimo- miro los libros recuperados al derribo de su ausencia. Los muertos acumulan demasiadas cosas cuando están todavía vivos. Un trago acibarado se encasquilla en algún punto indefinido entre el estómago y la garganta: los recuerdo. Algunos los leí a los dieciocho años cuando encallé en ella. Entonces estudiaba filosofía en voz alta y ella aprendía conmigo en repasos de última hora en la cocina. Le gustaba especialmente lo de “sólo sé que no sé nada”. Aquella etapa de mi vida, huera, insípida, al menos me dejó grandes lecturas: Heminway, Saint Exúpery, Huxley… Me leí casi todo lo que había en aquel hogar flotante que fue su vida. No tengo idea del balance de pérdidas después de tanta mudanza y dudo que ella leyera libro alguno salvo los de Agatha Cristie. Le debo una visita. Me sabe mal ir con pareo y bañador aunque cuente con el beneplácito de su hermana que tanto la quería. Tengo los monigotes de papel que ayer me recortó su ahijada, a la que quiso tanto. Yo no puedo llevarle gran cosa -ni siquiera sé rezar ni tendría sentido- pero puedo acercarme y decirle: Gracias por los libros tía, yo cuidaré de ellos. Y susurrarle a media voz: como Sócrates, sigo sin saber nada.

Es jueves y todo es reemplazable.

No consigo desprenderme de esta obstinada arena de playa. La nostalgia en las mujeres viene en frascos absurdos de nombres rotundos: Paco, Adolfo, Jean Paul…

La única vez que gasté sesenta euros en un frasco de perfume se hizo añicos a los dos días. Exceso de nostalgia. Decidí que no volvería a comprar perfumes caros, mejor si me los regalan, “será un placer”- me dijo y trajo Pleasure del duty free de un aeropuerto cualquiera. Ahora me regala nostalgias para que no tenga que ir a buscarlas.

….

No soy la misma y no puedo evitarlo. No sé cómo pudo ocurrir. Mientras escudriñaba los entresijos de su emocionalidad, los recovecos de su cerebro, se coló bajo mi ropa interior. No es que encendiera un fuego concupiscente en mi entrepierna – con eso habría podido- es que prendió la llama en mi noche helada y despertó al sueño.

Ahora no duermo, vigilo. Busco un faro para tanto insomnio. Es lo que me adjudicó el juez en el reparto. El se quedó con los entresijos de su emocionalidad y los recovecos de su cerebro, nada que no tuviera de antes. Dicen que la sentencia me fue favorable.

No me gusta la playa. No me gusta la emulsión de crema solar y arena en los pliegues de la piel y entre los dedos de los pies. No me gustan los bañistas barrigudos con tatuajes y bragas. Ni los chiringuitos desfasados a todo volumen. No me gustan los castillos de arena construidos por enanos gritones. No me gustan las mujeres hiper morenas de hipercuerpos vuelta y vuelta como único leit motiv hasta que un día se levanten viejas y flácidas de la toalla playera. No me gusta el turismo barato ni los puestos de todos los años. Por no gustarme, no me gusta el bronce en mis brazos.

No me gusta el mar calmo y a ralentí, igual a mi presión sanguínea. No me gustan las sandalias de plástico con tacón ni los menús de fish and chips ni el pescaíto frito. Estar aquí es como un viaje en el tiempo al Verano Azul de nuestra infancia, me incomoda sobremanera.

El mar, violento, picado, espumoso de olas cenicientas. La playa siempre desierta, desapacible, inhóspita. Mejor aún bajo un cielo tormentoso y amenazador. Pescadores de humedad vieja. Rostros celúreos. Chuvasqueros azul muerto. Puertas cerradas y chimeneas gargajeantes de humo negro. Perros tristes mojados. Paraguas escorados y en punta viva. En mi soledad serena quiero un paisaje desolador.

De todas formas, elijo campo. Mis cimientos están hechos de tierra y el andamiaje es adobe. Carezco de ferrallas para contener el embate del rompiente. Me deshago en pies de barro como un dios de saldo.

Estoy sola en una pecera azul encastrada sobre tela asfáltica pintada de verde césped. Sola, es un concepto muy relativo. Cientos de ventanas y terrazas de camisetas blancas con calcetines negros me contemplan. En realidad debería decir: estoy sola y expuesta.

A dos metros de mí una pinza en caída libre choca contra el suelo, a medio, el golpe seco de un disparo, efecto del café mañanero en los cielos aéreos.

Oigo música rab desde bien temprano en la mañana. Un dueto riñe en árabe. El portero no me da permiso para bañarme antes de las once. Como una niña obediente: sudo y leo. A las once, por fin, me sumerjo y llegan dos doblando la noche.

-¿Está fría, joven?

-No

-¿De verdad que está buena?

-Sí

-¿No me engañas?

-…

Al menos, tiene la deferencia de esperar a que salga antes de lanzarse estrepitosamente al agua. A lo mío. Lo mío es un libro en un idioma que todavía cuesta.

El ventitantos lee la cubierta de mi refugio, lo ignoro. Difícil concentrarse con la charla sobre los beneficios del trapicheo nocturno, fácil sacarse sesenta euros –el precio de una nostalgia.

Me arrebujo en cristales de sol y gorro y entro en ese estado de semiinconsciencia sobria que produce el calor. De fondo un chao, un adios y una frase inconclusa “ Esa tía tiene…” ¿Qué, qué es lo que tengo? no puede ser lo obvio porque lo habría sabido, si no al escucharlo, sí en la intención. ¿Qué es lo que tengo? un gorro florido, una toalla publicitaria, un libro, una cicatriz, un paquete de suerte, un mechero azul marino. Una gota que empañada la mente, pero eso tú, no puedes verlo. Exponemos sólo lo que queremos.

- Tía, tienes los dientes negros.

- Y tú las rodillas rojas y pelusilla rubia sobre el labio y no te han salido ni las tetas ni la barriga, como dice tu hermana.

Eso debí responder pero me dejó sin habla. No iba a darle toda una explicación maxilofacial sobre la retracción de las encías o los protésicos sin escrúpulos que ejercen de dentistas y te arrancan dientes de a 40 de fiebre la pieza.

Somos seres defectuosos; tú porque estás a medio hacer, flaca y desgreñada con enormes ojos cobalto y mechada de sol y eres preciosa. Yo, porque ya pasé el punto óptimo de cocción pero también fui niña y sonreí con una hilera finita de dientes blancos y rodillas en carne viva y también fui preciosa. La belleza -como tú y como yo- también es defectuosa. Algún día serás mayor, chiquilla.

Mi prima Paula repetía por enésima vez a su hija mayor el dile a tu padre que os compre ropa. Era su tarde libre. Tomamos unas cervezas mientras me explicaba como pasaba -en cuestión de segundos- de la cámara de congelación a meter el uniforme relleno de cuerpo entre dos hornos de convección a más de 200 grados. Panadera en Hipercor. En genérico porque rota cada cuatro días por toda la costa. Es lo que toca cuando tienes hijos y estás sola; no hay tiempo para pensar, ¿cómo voy a deprimirme con las niñas? No tengo tiempo.

En algún momento de la tarde llegan las niñas con ropa nueva y veo al padre a la distancia de alejamiento a la que le condenó el desamor, intuitivamente exacta, sin necesidad de tribunales. Me estoy acordando de unas fotos en blanco y negro en un álbum de Navidad -de cuando estos dos se querían- en el momento en que una palabra de Paula alcanza mi atención: No se qué de la alcancía.

- ¿Qué has dicho?

- Alcancía… ¿Hucha?- se avergüenza como si hubiese dicho algo malo- Nunca sé qué se dice aquí y qué en Venezuela.

- Aquí, hucha, alcancía es la primera vez que lo escucho, sólo he visto esa palabra en versos de Machado pero es mucho más bonita que hucha que además ha cogido alguna acepción un tanto vulgar.

Paula me mira con extrañeza, no entiende que me enrede con las palabras. Ella tiene hijas. Yo, palabras; pocas e indisciplinadas. Me siento pequeña siendo la prima mayor pero siempre fue así y lo achaqué al trópico y me vale la explicación.

Esa noche caminamos las cuatro juntas y las niñas me enseñan el colegio y los nombres de los gatos de las monjas y hablamos de la tía que está en el cielo –dicen ellas- y para qué vamos a contradecirles- nos miramos nosotras. Le pregunto a Paula si sabe lo de su hermano.

- ¿Él qué?

- Que cuando va al cementerio le cuenta chistes en voz alta.

- Mi hermano está pirado, ya sabes.

- A mi me parece bien, cada uno tiene su manera. Además le pregunta por la caja de galletas, como cuando estaba viva. Tal vez ella pueda escucharlo y se sonría… Lo sé, soy más atea que tú, no digas nada…

Pasamos por delante de un restaurante con buena pinta y Lucy recuerda que siempre discutían su madre y la tía “el próximo domingo venimos y te invito” y la otra respondía “vale, pero invito yo”. Y nunca llegó ese domingo y ya no puede ser -dice Lucy con voz trascendental y mimosa, con una cadencia final que nos hiela de tanta impotencia.

Los televisores de los pubs escupen imágenes sobre un fondo verde. El mundo parece más pequeño en este crisol de lenguas que nos rodea. La noche pone término a nuestro paseo e Italia gana el mundial de fútbol como quien no quiere la cosa. Y ese es el decorado de nuestro minúsculo universo. Hasta mañana, prima. Y nada más. Hasta mañana.

sábado, 12 de marzo de 2011

MadriZ


España–Rusia grita desde los bares y los conductores se me echan encima en los pasos de cebra con prisas. Los coches, no las cebras. Como si fuera una gacela Thomson, salto para escapar de sus neumáticos e increpo en plan hiena que no encuentra el chiste: ¿El puto partido eh???!!! En la sala del Conde Duque todo es distinto y todo es igual; el hippie de cola larga y gafas a lo Lennon en cromo modernizado, chica leotardosrojos y una pareja de argentinos poemizando aquello que tocan sus ojos. Me calmo. Veo primero y luego miro. En este reducto en el que tocamos a tres vigilantes y medio por cabeza un día de fútbol, somos los de siempre; completamos el cuadro los raros. Veomiramos las fotos del gueto judío en Polonia, mil novecientos cuarentaytantos. Ésa, a la que están arreglando las cejas, podría ser mi madre. Y ésa otra se parece a la Pataky. En aquellos años el bigote brasileño era moda compartida por reo y verdugo, ahora es un corte de ingles, son las cosas de este mundo.

Después los ojos enviciados de mirar se me escapan por las calles Limón y Recuerdo, por las cornisas de casas de pueblo y los colmados chinos, por los escaparates de camisetas con mensaje, por este cuarenta y uno de mayo que dicen que es hoy y las piernas, sumisas, esclavas, entregadas y torpes, se me van detrás de ojos profanadores de ubicuos restaurantes y griferías estériles de vermú. Pienso en mi amigo Miguel que es gay de Chamberí y macho noble al corte de esta ciudad renacida cada dos de mayo. Enlazo una calle, un recuerdo, una galería del photo-off, una terraza tímida de dos mesas y tres cuartas, a dos comensales y medio, un perro y una perra en celo y uno que pasa y dice -¡cómo lo están disfrutando! con la boca llena de tienda de variantes. Animalito. Una librería de viejo. Dos bocacalles- palabra bonita donde las haya-, un suspiro, un tacón, una panadería con triángulos de crema y cuernos de chocolate como de antes... Un instituto -el Lope de Vega- un locutorio y la parada de metro Noviciado de sopetón y sin esperarlo. Y giro y me vuelvo a enredar y enredar en la vía michelin de Keroac, ahora que el beat es de la bemeuve. La calle Pelayo- aquí cerca está la mejor pizzeria napolitana de la ciudad, los camareros llevan la vendetta bajo la chaquetilla francesa-, los Autores gaudianos, Hortaleza, los zapatos de Figueroa, el bar de los Barden y la Libertad con su mítico ocho ¿Estará contando Mercedes? – Un beso fuerte, Carrión.

Me escurro por la calle Sagasta - ¿Por favor la calle Sagasta?, sí pero sagastanmásloszapatos- decía un chiste de los ochenta, tenía casi dieciséis años y llevábamos el paquete de Fortuna en la manga de la chaqueta. Correos siempre será correos y sólo, después de Gallardón: el ayuntamiento. ¿Has visto a la Cibeles paseando una noche de invierno?

En verdad me hice madrileña un día volviendo de Heatrow a los diecinueve años. Pedí una cerveza fría y me invertí para siempre con ella.

Por ella.

Y hasta hoy. http://www.youtube.com/watch?v=UGYO86KwCUc